06 marzo 2019

El gran misterio de Bow | Israel Zangwill

Traducción: Ana Lorenzo Lorenzo  | Editorial: Ardicia


SINOPSIS

Aún no ha amanecido en el distrito londinense de Bow, que descansa envuelto en una vieja conocida: la niebla. Sin embargo, no todos duermen en el número 11 de Glover Street. La señora Drabdump se afana en su cocina, malhumorada porque empieza el día con retraso ya que, por una casualidad, se ha levantado algo más tarde de lo habitual. Curiosamente, todo apunta a que, en el piso de arriba, a su nuevo inquilino le ha ocurrido lo mismo: sigue en la cama a pesar de los sucesivos intentos de su patrona por despertarle. Pero el señor Constant nunca más volverá a ponerse en pie... 

Con fina comicidad, El gran misterio de Bow (1892) se inscribe en la brillante tradición de relatos detectivescos de «cuarto cerrado». El enigma lógico y el juego inductivo servirán asimismo para que Zangwill convoque para su resolución a los más variopintos tipos sociales: detectives ególatras, sindicalistas de intachable reputación, poetas vividores, filósofos charlatanes e impresionables amas de casa... Todos tendrán su papel en esta historia


OPINIÓN PERSONAL

Arthur Constant es un joven adorable e idealista, un trabajador infatigable que siempre está de buen humor y acude a todas las manifestaciones para defender el bien de la humanidad. Nadie tiene motivos para desearle ningún mal. Pero, una mañana como otra cualquiera, la viuda Drabdummp —Arthur vive de alquiler en su casa— llama a la puerta de su habitación para despertarlo tal y como habían acordado el día anterior. Cuando Arthur no responde a la llamada, la señora se pone en lo peor y sale corriendo en busca del exdetective George Grodman, que vive frente a su edificio. Tras llamar a su alquilado una última vez, el exdetective derriba la puerta. Entonces, las sospechas de la mujer se confirman: Arthur está muerto.

La verdad es que me esperaba un relato detectivesco (del montón) sobre la investigación de un asesinato y nada más. Pero me he encontrado con una novela más centrada en la caracterización de los personajes. De hecho, el autor dedica tres cuartas partes de la novela a profundizar en todas las relaciones personales que tienen o han tenido lugar en el vecindario. Poco a poco, también esboza un vago retrato de aquella época a través de la sátira.

La historia está narrada en tercera persona y hace un recorrido por las vidas privadas de todos los personajes, de modo que todos tienen el mismo protagonismo. La prosa es tan elegante y correcta que se encuentra a la altura de los grandes clásicos. Además, se lee en un santiamén porque no es una novela densa, a pesar de que el ritmo narrativo es bastante pausado. Por cierto, me desconcierta un poco el tono teatrero (a modo de risas enlatadas) que utiliza, por ejemplo, durante los juicios. (Risas).

La verdad es que poco más puedo deciros de esta novela. El desenlace es tan correcto que resulta prácticamente imposible deducir la identidad del asesino, aunque poseemos pruebas más que suficientes para sacar nuestras propias conclusiones. El autor cierra la historia por todo lo alto. De hecho, las últimas páginas son el broche de oro de una historia entretenida e interesante a partes iguales.

No puedo finalizar esta reseña sin comentar, al menos de pasada, que yo (repito: yo) no he entendido del todo la explicación que le concede el otro detective al misterio de la puerta cerrada. He leído ese párrafo un par de veces, pero le sigo encontrando algún fleco suelto y no me quedo del todo satisfecha. De todas formas, tampoco es que tenga demasiada relevancia.

Por último, una extensa nota del autor nos acerca un poco más a la creación de su obra, cuyos capítulos se publicaron de forma regular en el periódico, y también comparte con nosotros las reacciones de sus primeros lectores, quienes intentaron descubrir la identidad del asesino antes que nadie, sin demasiado éxito.


«Mis peores momentos son aquellos en los que dudo de si estoy haciendo algún bien. Habitualmente, mi conciencia y mi engreimiento me dicen que sí. Si no se puede hacer nada para las masas, queda al menos el consuelo de hacer algo por el individuo».


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